
No parece razonable que mientras desaparecen las fronteras, se entremezclan las culturas y se construyen grandes bloques políticos y económicos, algunos territorios, en ocasiones minúsculos, rescaten la exaltación de la raza y sublimen sus peculiaridades culturales -en muchos casos compartidas por los pueblos limítrofes-. El nacionalismo es a la vez un fenómeno antiguo y moderno. El siglo XIX fue testigo de las unificaciones de Alemania e Italia, precipitadas por el empuje de un nacionalismo integrador, mientras que la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del XXI contemplan un nacionalismo posmoderno de carácter excluyente, que guarda inquietantes parecidos con el totalitarismo racista del nazismo.
En la época actual, marcada por la ausencia de valores fijos y la muerte de los metarrelatos, muchos individuos anhelan un código nuevo de valores al que asirse. En tiempos pasados la ideología y la religión ofrecían un discurso completo para la vida, un sistema de pensamiento acabado que daba respuesta a todas las preguntas. El siglo XX, con los genocidios nazi y soviético, despertó las conciencias occidentales y procuró un nuevo discurso fundamentado en el capitalismo, un sistema eficiente para organizar las relaciones económicas pero que no sirve como cemento de la sociedad.
Curiosamente la religión no sólo no se ha derrumbado sino que en la actualidad influye poderosamente en la agenda política mundial. Gran parte de la política de la Casa Blanca está influenciada por la derecha evangélica estadounidense, mientras que el mundo musulmán vive desde hace unas décadas un violento período de agitación, fruto del renacimiento de las doctrinas más intolerantes y extremistas. El éxito de la religión surge de la misma raíz que el nacionalismo: el desprecio a la razón y el único requisito de la fe, bien sea en la supremacía de la raza, en el mandato divino o en la muerte del infiel.
Las últimas tendencias políticas han descubierto que en la simpleza está la fórmula del triunfo. Cuanto más nos acerquemos a los instintos humanos más cerca estaremos de obtener carta blanca para acaparar el poder. Sin embargo el nacionalismo sólo puede tener éxito, al menos en el caso español, cuando está condenado a vivir en crisis continua con su enemigo imaginario. Los propios nacionalistas saben que la fuerza de su proyecto reside en que es un programa de tránsito, nunca orientado a una meta. De ser así, de alcanzar la independencia del territorio o la autonomía plena, el sistema se vendría abajo. Ya no se discutiría la autoafirmación de la cultura y la identidad, sino que se inciarían guerras internas por el poder y el sistema de gobierno. En el mejor de los casos la situación derivaría en una inmensa decepción, con la desventaja de enfrentarse al mundo desde una posición más débil que la anterior. En el peor de los escenarios, la imposición del sector más sectario y violento, el nuevo estado se convertiría en una dictadura. Es, por tanto, una ideología que solo sobrevive con garantías durante la confrontación, una ideología de odio irracional. El caldo de cultivo propicio para la alienación que a muchos individuos les hace sentirse seguros.
Hoy en día cualquier sistema democrático occidental garantiza el derecho de una comunidad a mantener viva su herencia cultural. Ocurre en Escocia, Córcega, Bretaña, las regiones del norte de Italia y, de manera especial, en Cataluña, el País Vasco o Galicia, que disfrutan de un régimen autonómico muy superior a las demás zonas citadas. El único límite al que se enfrentan los políticos nacionalistas de estos territorios es la unidad económica, social y política del país al que rechazan. Nada que ver con los movimientos nacionalistas del mundo en desarrollo, donde deben enfrentarse al desaguisado de la descolonización y donde las luchas étnicas están muy determinadas por la pobreza y el hambre. No es el caso de Europa.