
Venezuela y Rusia darán, el próximo 2 de diciembre, un paso fundamental en el asentamiento de sus respectivos regímenes autoritarios. Ambos países, que pelean por su hegemonía -regional o mundial-, están marcados por trayectorias políticas muy similares. Sus gobiernos provienen de períodos de colapso democrático, agitados por la corrupción y el descrédito popular. Tienen importantes recursos energéticos que emplean para comprar voluntades, chantajear a sus vecinos y expandir su influencia. Han extendido su control a la mayoría de medios de comunicación de sus territorios, han perseguido a los periodistas molestos y han silenciado a sus detractores. Además, los perfiles autoritarios de sus dirigentes han devuelto el orgullo nacional a sus ciudadanos, un efecto característico de los sistemas totalitarios.
En el caso de Rusia este fenómeno se ha producido tras el ascenso al poder de las élites del antiguo KGB, que ha engendrado una democracia a la soviética. El poder de los siloviki ha desguazado la estructura económica construida por los oligarcas en la década de los 90 y se ha parapetado tras un discurso anti-occidental, que parece sacado de los tiempos de la Guerra Fría. En Venezuela, Hugo Chávez ha impuesto su ideología bolivariana, una especie de castrismo adaptado al siglo XXI mediante telegenia y un disfraz pseudodemocrático. En ambos casos se ponen en evidencia las debilidades de la democracia y sus numerosas limitaciones y paradojas. Por un lado, la sorprendente impunidad de los poderosos para pervertir silenciosamente las instituciones consigue sortear la acción de los organismos internacionales, con escasa capacidad de influencia. Por otra parte sugiere que no todos los escenarios, ni todas las sociedades son proclives a la democracia. En tiempos de zozobra y en lugares sin una trayectoria histórica determinada, aspirar a un sistema de libertades es poco menos que una utopía y tratar de imponerlo por la fuerza es demasiado arrogante.
El 2 de diciembre los ciudadanos de Venezuela y Rusia emitirán su voluntad en las urnas. El resultado es predecible y apuntalará sendos gobiernos, les dará más poderes y la garantía de continuar proyectos de largo recorrido, casi vitales. Es la voluntad popular, pero ¿ha sido ésta manipulada, condicionada por un discurso único que apaga la voz de quienes difieren? Son las paradojas del autoritarismo demócrata.
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