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domingo, noviembre 25, 2007

Democracias


Venezuela y Rusia darán, el próximo 2 de diciembre, un paso fundamental en el asentamiento de sus respectivos regímenes autoritarios. Ambos países, que pelean por su hegemonía -regional o mundial-, están marcados por trayectorias políticas muy similares. Sus gobiernos provienen de períodos de colapso democrático, agitados por la corrupción y el descrédito popular. Tienen importantes recursos energéticos que emplean para comprar voluntades, chantajear a sus vecinos y expandir su influencia. Han extendido su control a la mayoría de medios de comunicación de sus territorios, han perseguido a los periodistas molestos y han silenciado a sus detractores. Además, los perfiles autoritarios de sus dirigentes han devuelto el orgullo nacional a sus ciudadanos, un efecto característico de los sistemas totalitarios.

En el caso de Rusia este fenómeno se ha producido tras el ascenso al poder de las élites del antiguo KGB, que ha engendrado una democracia a la soviética. El poder de los siloviki ha desguazado la estructura económica construida por los oligarcas en la década de los 90 y se ha parapetado tras un discurso anti-occidental, que parece sacado de los tiempos de la Guerra Fría. En Venezuela, Hugo Chávez ha impuesto su ideología bolivariana, una especie de castrismo adaptado al siglo XXI mediante telegenia y un disfraz pseudodemocrático. En ambos casos se ponen en evidencia las debilidades de la democracia y sus numerosas limitaciones y paradojas. Por un lado, la sorprendente impunidad de los poderosos para pervertir silenciosamente las instituciones consigue sortear la acción de los organismos internacionales, con escasa capacidad de influencia. Por otra parte sugiere que no todos los escenarios, ni todas las sociedades son proclives a la democracia. En tiempos de zozobra y en lugares sin una trayectoria histórica determinada, aspirar a un sistema de libertades es poco menos que una utopía y tratar de imponerlo por la fuerza es demasiado arrogante.

El 2 de diciembre los ciudadanos de Venezuela y Rusia emitirán su voluntad en las urnas. El resultado es predecible y apuntalará sendos gobiernos, les dará más poderes y la garantía de continuar proyectos de largo recorrido, casi vitales. Es la voluntad popular, pero ¿ha sido ésta manipulada, condicionada por un discurso único que apaga la voz de quienes difieren? Son las paradojas del autoritarismo demócrata.

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Foreign Affairs: The Myth of the Authoritarian Model

domingo, noviembre 11, 2007

Ladrones del futuro


Las críticas a España y a la actividad de sus empresas han ensuciado la fase final de la 17ª Cumbre Iberoamericana, celebrada en Chile. Las nuevas alianzas de poder en la zona han enseñado sus dientes a la "Madre Patria", bajo la batuta del caudillo Hugo Chávez. Líderes nefastos y dirigentes con currículo golpista y antidemocrático han arremetido contra la inversión española, encubriendo con victimismo sus ansias por acaparar poder, nacionalizar sectores estratégicos y dar oxígeno a sus discursos populistas.

La nueva realidad iberoamericana se ha estrellado en la cara de los representantes españoles. Si bien el resquemor hacia la actividad de compañías como Telefónica, BBVA, Banco Santander, Repsol o Unión Fenosa en la zona es antiguo, y puede estar más o menos justificado, nunca antes se había construido una respuesta orquestada, en un reproche múltiple desde los diferentes focos que forman el nuevo populismo. Bajo el patrocinio de los petrodólares venezolanos, líderes como Correa, Ortega o Morales han radicalizado su mensaje contra la ex metrópoli, a veces como expresión de un inquietante y nuevo indigenismo y otras como coartada para acelerar distintas nacionalizaciones. Junto a ellos, el dictador Fidel Castro y sus validos se han convertido en los sumos sacerdotes de esta nueva ola, un lugar que el propio Hugo Chávez les ha reservado.

La reunión de Santiago de Chile ha constatado, de un modo sólido, cuál es la situación actual y qué frentes se disputan la hegemonía regional. El que parece mejor engrasado es el populismo mesiánico y autoritario que apela a los instintos primarios, que utiliza los recursos naturales como herramienta de poder y no como fuente prosperidad. Hugo Chávez es sin duda el mejor ejemplo y el ideólogo de esta alianza. Disfrazado de demócrata, ha conseguido degradar aún más un Estado corrupto para confeccionarlo a su medida. Sin embargo, la democracia no se limita a un sistema de votaciones que se repite cada cuatro o cinco años, sino que está compuesta por multitud de agentes y elementos que deben funcionar con transparencia e imparcialidad. No todo líder salido de las urnas ha de ser un demócrata, y eso es algo que la nueva estirpe de mandatarios populistas han sabido aprovechar para corromper las instituciones sobre las que se asienta un régimen de libertades.

El papel de España, respecto a las tierras hermanas del otro lado del Atlántico, ha de desarrollarse en favor de la construcción de sociedades modernas y democráticas, fomentando relaciones de igual a igual que beneficien a ambas partes. La promoción de la libertad debe marcar la agenda en la región y es el único antídoto para desgastar a quienes están robando el futuro a sus pueblos.

viernes, noviembre 09, 2007

Creencias y política


“Estoy guiado por una misión de Dios. Dios me dijo, `George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán´. Y yo lo hice, y luego Dios me dijo `George, ve y acaba con la tiranía en Irak´. Y yo lo hice. Y ahora, de nuevo, siento las palabras de Dios viniendo a mí, `Ayuda a los palestinos a conseguir su estado y a los israelíes a conseguir su seguridad, y lleva la paz a Oriente Medio´. Y por Dios que lo haré”.

Estas palabras, atribuidas al presidente de EE.UU. George Bush durante una conversación con varios ministros palestinos, revelan hasta qué punto las creencias irracionales han determinado en los últimos años la política exterior, un terreno particularmente pragmático, de la potencia más poderosa del planeta. La responsabilidad no es sólo de Bush o del Partido Republicano, sino que existe una tendencia que también se manifiesta en sus adversarios. El factor religioso es ya un requisito imprescindible para llegar a la Casa Blanca, y así lo han potenciado candidatos como Hillary Clinton o John Kerry.

El semanario británico The Economist abordó en noviembre la creciente influencia de la religión en el escenario internacional, una situación de la que, por el momento, Europa parece mantenerse al margen. Aunque el origen de este renacimiento religioso podría encontarse en los años 70, ha sido en los primeros compases del siglo XXI cuando los credos han pasado a un primer plano, un fenómeno azuzado por un sinfín de circunstancias sociales y económicas que han añadido nuevas coordenadas a la relación de fuerzas en el mundo. ¿Es éste el resultado del derrumbe de las ideologías?

Quizá esta cuestión tenga mucho que ver en el auge actual de las creencias religiosas, que se extienden con aliento renovado. En los siglos XIX y XX las ideologías -religiones laicas- ocuparon el lugar que los códigos espirituales disfrutaban hasta entonces, aunque en muchos casos sobrevivieron y se combinaron con los nuevos modos de pensamiento. Más tarde, el fracaso estrepitoso de los discursos más radicales, que no consiguieron transformar la sociedad ni alumbrar al Hombre Nuevo, sumieron en la decepción y en la anomia a muchos individuos. Ni siquiera el libre mercado, con sus defectos y virtudes, ha podido ocupar el vacío ni desarrollar su proyecto de un modo absoluto, restringiendo su influencia a un área concreta y obstaculizando la incorporación del mundo en desarrollo.

Las religiones no son filosofías nocivas. Al contrario, contienen un mensaje profundo que anima a fortalecer la convivencia entre los pueblos y la solidaridad y que llena de esperanza a una gran mayoría de individuos. Sin embargo, la Historia nos ha demostrado que su simbiosis con la política y el poder ha desembocado demasiadas veces en derramamiento de sangre. La introducción de las creencias religiosas en la agenda de los mandatarios políticos no contribuye al entendimiento entre las naciones, ya que su carácter dogmático e irracional hace pensar en un enquistamiento de las posturas más radicales y en una degradación de los valores básicos de convivencia democrática. Las sociedades modernas han de proteger la pluralidad religiosa y la libertad individual para cultivar la fe, pero no deben adentrarse en el terreno de la superstición.