Las remotas posibilidades de estabilizar y democratizar Pakistán se evaporaron el 27 de diciembre, con el asesinato de la ex primera ministra Benazir Bhutto. Deberá transcurrir mucho tiempo hasta que las circunstancias propicien un escenario mínimamente prometedor, en el que los fundamentalistas sean reducidos, tanto en las áreas tribales del Noroeste, Baluchistán y Cachemira, como en el oscuro aparato de poder que se encierra en el Ejército y los servicios de inteligencia. Mientras, las semanas próximas se presentan decisivas en la carrera hacia la anarquía que despedaza al país.
La muerte de Bhutto es el tiro de gracia para una incipiente transición que arrancaba tambaleante y el broche sangriento a un año de riesgo creciente, marcado por el asalto a la Mezquita Roja y el estado de excepción decretado por Musharraf en noviembre. Quizá la presencia de Bhutto al frente del nuevo gobierno no hubiera sido suficiente para atajar las amenazas que se precipitan sobre una de las regiones más peligrosas del mundo. Sus experiencias anteriores (1988-1990 y 1993-1996) no rompieron la tónica de un Pakistán corrupto que cebaba al integrismo.
Además, los actores implicados en los destinos del país son muchos y poderosos. Desde las tribus de las zonas que lindan con Afganistán y los elementos destacados de la red Al Qaeda, hasta las facciones más conservadoras e integristas del Ejército paquistaní. Todos ellos están muy interesados en desequilibrar o controlar el Gobierno de uno de los principales aliados de EE.UU., provisto de armamento nuclear. La historia reciente del país de los puros, como plataforma de entrenamiento y reclutamiento de mujahidin -primero contra la invasión soviética de Afganistán y más tarde contra la norteamericana- lo han convertido en el principal campo de batalla para acabar con la ideología asesina de Bin Laden y Al Zawahiri.
La situación actual hace pensar que los principales beneficiados son aquellos que trabajan por el caos. Aquellos a quienes interesa un Estado anárquico que ponga en alerta a la región y permita campar a sus anchas a los señores de la guerra y a los grupos terroristas, lo que supondría un enorme revés para la estrategia de seguridad de Estados Unidos, esté o no Bush en la Casa Blanca. Al margen de esta obviedad, el aplazamiento de las elecciones y su fecha definitiva decidirán si el general Pervez Musharraf y el Ejército consiguen sacar un rédito político del atentado. El estado de descontrol que ha arrasado las calles tras el asesinato puede ser empleado como argumento para limitar aún más las libertades e iniciar un nuevo estado de excepción. Sin embargo las calles, en pie de guerra desde la rebelión de los abogados, no se lo pondrán nada fácil. Los altercados de los últimos días han dejado cerca de medio centenar de muertos y los militares no saben como enfrentarse al futuro. El periodista David Rhode, de The New York Times, describió muy gráficamente la situación del general: "Pervez Musharraf, sentado más que nunca sobre un barril de pólvora". Siguiendo la metáfora, es como si, con el asesinato de Bhutto, el dictador se hubiese encendido un enorme puro.
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